OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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EL ALMA MATINAL |
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EL PROBLEMA DE LAS ELITES1
No son pocos los escritores de Occidente que reducen la crisis de la democracia europea a un problema de élites. Saturados de supersticiones intelectualistas y de una idea exagerada de su clarividencia y desinterés, estos escritores no ponen en duda la existencia de tales élites, entendiéndolas y definiéndolas, generalmente, como una aristocracia de pensadores y filósofos. El problema consiste en que no gobiernan ni dirigen a los pueblos. El poder está en mano de políticos rutinarios o escépticos, manejados por una poderosa plutocracia. El Estado obedece los designios ambiciosos y utilitarios de una oligarquía financiera que, por medio de la gran prensa, controla la opinión pública. La responsabilidad de este malestar es atribuida por sus críticos melancólicos a la democracia cuantitativa, a la mediocridad parlamentaria, etc. Pero todos estos intelectuales, más o menos contemplativos, parten de un prejuicio conservador que invalida su especulación en apariencia desinteresada. Todos miran con horror, retóricamente disimulado, al socialismo, a la revolución, al proletariado. No son capaces de concebir —por mera y vulgar resistencia conservadora— la reorganización de Europa y la defensa de la civilización, sino dentro de los cuadros burgueses. Esta limitación, que es su drama, no les permite abarcar en su integridad el trajinado problema de las élites. No les consiente averiguar si las nuevas élites no estarán ya madurando fuera de la burguesía y, en todo caso, contra la burguesía: si las élites visibles, actuales, burguesas, no estarán representadas por esos barones de la banca y la industria y por esos políticos de ambigua tradición parlamentaria, tan supersticiosamente descritos. Es lógico suponer que el capitalismo oponga al proletariado sus mejores fuerzas. Si no se defiende con fuerzas más escogidas, con hombres más convencidos y elevados, es seguramente porque no los tiene. El caso del gobierno francés, sagazmente considerado, bastaría para desvanecer cualquier equívoco. Gobierna a Francia desde hace dos años un gabinete de antiguos premiers, presidido por uno a quien Albert Thibaudet ha incluido entre sus "príncipes del espíritu" y en quien la burguesía ve un hombre de la élite, un aristócrata de la democracia.2 Entre los premiers que lo rodean, se encuentran Herriot, humanista erudito, demócrata sincero, idealista honesto, y Briand, uno de los más probados ingenios parlamentarios de la Francia contemporánea. Este gabinete de tanta autoridad política, compuesto por hombres diestros y experimentados, no está, sin embargo, menos sujeto que los anteriores a los intereses de la industria y la finanza. Por ejemplo, una campaña de prensa puede ponerlo, contra su intención, al borde de la ruptura con Rusia. ¿Un ministerio de élite intelectual, sabría acaso resistir mejor la presión de los intereses capitalistas? Más inverosímiles aún serían un Estado y un capitalismo regidos espiritualmente, desde sus bufetes por tres o cuatro austeros catedráticos. Las verdaderas élites intelectuales operan sobre la historia revolucionando la conciencia de una época. El verbo necesita hacerse carne. El valor histórico de las ideas se mide por su poder de principios o impulsos de acción. He aquí algo que los desconsolados críticos de la democracia parecen olvidar totalmente. Es absurdo hablar de un drama de las élites. Una élite en estado de ser compadecida, por este solo hecho deja da ser una élite. Para la historia no existen élites relegadas. La élite es esencialmente creadora. Por obvias razones, la élite del capitalismo en los últimos tiempos, ha estado principalmente compuesta de jefes de empresa, de grandes comerciantes, industriales y financistas. ¿No ha tenido la burguesía en .este período una élite política e intelectual? Sin duda, la ha tenido. Sólo que, a medida que se ha acentuado la decadencia de sus principios y de su espíritu, esta elite ha parecido destinada a suministrar intelectuales y políticos al socialismo. El hecho de que muchos de los mayores estadistas de la Europa burguesa —Briand, Millerand, Mussolini, Massaryk, Pilsudsky, Vandervelde, etc.— procedan del socialismo, se debe a la atracción espiritual ejercida por el socialismo sobre los hombres de más sensibilidad política de la pequeña y media burguesía. En los países en donde el fenómeno capitalista no ha alcanzado su plenitud material y moral, la mayoría de estos hombres se ha sentido irresistiblemente impulsada a entrar en las filas socialistas, en las cuales ha militado por lo menos temporalmente. No es una auténtica élite la que debe el poder a un privilegio que ella misma no ha conquistado con sus propias fuerzas. Los ideólogos de la reacción, envalentonados más por la derrota del proletariado que por la victoria de la burguesía en la Europa occidental, aguardan un militar o un caudillo cualquiera que instaure su dictadura. Se reservan el papel de asesorarlo. Esto los descalifica bastante como hombres de élite, título que más legítimamente correspondería al "providencial" que, por azar, los izase eventualmente al poder bajo su dictadura. Lo que echa de menos este género de crítica no es, por todas estas señales, una élite en general, superior ni extraña a la guerra de clases, sino una fuerte élite burguesa. Y más precisa y lógica, en este plano, resulta la actitud de quienes como Lucien Romier y René Johannet trabajan por forjar los resortes ideológicos espirituales de una gran ofensiva capitalista, sin preocuparse demasiado de los fueros de la inteligencia y del espíritu. Romier que propugna el restablecimiento de una doctrina de orden y autoridad, maniobra con cautelas, y reservas de político. Johannet, que plantea el problema de la élite en francos términos de reacción burguesa, razona con intransigencia y dogmatismo de ideólogo. Pero ambos coinciden en el esfuerzo de reavivar y excitar en la burguesía su instinto y su orgullo de clase. Porque —como observa Julien Benda— el burgués, abrumado por las ironías y las befas de varias generaciones, había perdido este orgullo hasta el punto de emplear, para hacerse perdonar u olvidar su burguesismo, toda suerte de declaraciones de amor al proletariado. "Hoy —dice Benda— es suficiente pensar en el fascismo italiano, en cierto Elogio del Burgués Francés, en tantas otras manifestaciones del mismo sentido, para ver que la burguesía toma plena conciencia de sus egoísmos específicos, que los proclama como tales y los venera como tales, considerándolos ligados a los supremos intereses de la especie, que se glorifica de venerarlos y erguirlos contra los egoísmos que quieren su destrucción". Pero, así Romier como Johannet, necesitan indispensablemente identificar la suerte de la civilización con la del capitalismo. Aunque Romier, en su enumeración de los tipos de élite, no olvida al obrero, jefe de maestranza o de sindicato, que se eleva a ese rango, es evidente que considera el problema de la élite como un problema interno y particular de la burguesía. Para Romier y Johannet, la revolución proletaria significaría el imperio de la multitud, de la horda, del número, y por ende la negación de toda élite. A ninguno de estos críticos, se le ocurre, por supuesto, reparar en que una revolución es siempre la obra de una élite, de un equipo, de una falange de hombres heroicos y superiores; ni en que, por consiguiente, el problema de la élite, existe también como problema interno para el proletariado, con la diferencia de que éste, en su lucha, en su ascensión, va templando y formando dentro de un ambiente místico y pasional, y con la sugestión de mitos vivos, sus cuadros directores. Históricamente, hay mucho más posibilidad de que el genio creador surja en el campo del socialismo que en el campo del capitalismo, sobre todo en los países donde no sólo como hecho espiritual, sino también como hecho material, el capitalismo aparece concluido. (Concluido, a pesar de conservar el poder político, porque sus posibilidad de crecimiento económico han tocado su límite). Ninguna crítica seria y veraz, puede chicanear respecto a la calidad de élite de los hombres de la revolución rusa. Un burgués ortodoxo, el senador De Monzie, se la ha reconocido sin reservas. "La disciplina interna es tan ruda, —escribe de Monzie— las sanciones aplicadas son tan violentas, que en verdad no hay aristocracia bolchevique, es decir élite consolidada en la posesión de privilegios. Y sin embargo se encuentra una élite. Esto es innegable. Los viajeros atentos que han visitado Rusia después de la revolución, exaltan la calidad de estos hombres de Estado improvisados, cuya misión era precisamente improvisar un Estado. Autodidactas formados en largo exilio, por la experiencia de los congresos socialistas, por la frecuentación de las intrigas y amarguras cosmopolitas, se han revelado de un golpe, no individual sino colectivamente". De Monzie admite que se les maldiga, "pero no sin admirarlos". Por su parte, Duhamel ha hallado en el gobierno de los Soviets al primer aristócrata ruso, que es a su juicio Lunatcharsky. El fracaso de la ofensiva socialista en Italia y Alemania se debió en gran parte a la falta de una sólida élite revolucionaria. Los cuadros di- rectores del socialismo italiano no eran revolucionarios sino reformistas, como los de la social-democracia alemana. El núcleo comunista estaba compuesto de figuras jóvenes, sin profundo ascendiente sobre las masas. Para la revolución estaba pronto el número, la masa; no estaba aún pronta la calidad. Las nuevas élites vendrán
del lado que entre los intelectuales conservadores confesos o embozados,
no se quisiera que viniesen. El Napoleón de la Europa de mañana, que
impondrá el código de la sociedad nueva, saldrá de las filas del
socialismo. Porque al porvenir le toca realizar o mejor comprobar esta fórmula:
Revolución- Aristocracia.
1
Publicado en Variedades: Lima,
7 de Enero de 1928.
2
Se refiere al ministerio de concentración nacional organizado por Raymond
Poincaré para afrontar la grave crisis financiera que entonces amenazaba
a Francia. Inició su gestión gubernativa en Julio de 1926, y sólo en
Noviembre de 1928 fue reemplazado por la nueva combinación ministerial
que presidiera el propio Poincaré. Este había presidido ya tres
gabinetes, en años anteriores, y, a su lado figuraban: Arístides Briand,
Ministro de Relaciones Exteriores, quien había presidido diez ministerios
hasta la fecha; Paul Painlevé, Ministro de Guerra, a cuyo cargo habían
estado tres ministerios hasta entonces; Eduardo Herriot, Ministro de
Instrucción Pública, quien ya contaba en su carrera la presidencia de
dos ministerios; y G. Leygues, Ministro de Marina, organizador del
gabinete que actuó desde Setiembre de 1920 hasta Enero de 1921. También
figuraban: André Tardieu, Ministro de Obras Públicas, al cual tocó más
tarde presidir tres gabinetes; y Albert Sarraut, Ministro del Interior,
posteriormente responsable de dos combinaciones ministeriales. Los
restantes miembros del gabinete de concentración nacional eran: Louis
Barthou, Vice Premier y Ministro de Justicia; André Falliéres, Ministro
de Trabajo; Bokanouski, Marin, Perrier y Queuille, ministros de Comercio,
Pensiones, Colonias y Agricultura, respectivamente.
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